"Me gusta" o "No me gusta".
No estaban tan equivocadas las redes sociales.
Luego se fueron perdiendo en eufemismos, corazones y caras ambiguas,
como la civilización hizo ya hace tantos siglos.
Me gustan las tardes que se hacen tarde,
me gusta que me rocen como un soplo breve,
me gustan las películas que dan conversación,
me gustan los besos con sabor a Coca cola fría,
me gusta el olor a nostalgia de las mandarinas,
me gustan las miradas que construyen barcos,
me gusta el amor con argumento de thriller trepidante
y final de comedia americana.
Me gusta la tristeza que limpia, el recuerdo que cose,
las dudas que dignifican y el pequeño montoncito de valor
que nos regala el mundo cada día.
No me gusta la distancia que hace costra,
no me gustan los escombros de las calles
que enseñan las tripas de hogares pasados,
no me gusta que se apoyen en mi hombro
como si fuera una barra de bar,
no me gusta el lenguaje de los relojes,
no me gusta que a la vida le salgan garras,
no me gusta que no me echen de menos nunca,
no me gustan los silencios largos con desconocidos.
No me gusta el fútbol, ni las banderas,
ni los amores a medias, ni soñar que me caigo
por un abismo ignoto sin poder ver quién hay arriba.
Ese pie sugerente y traicionero
que me ha pisado la esperanza tantas veces
no me gusta nada.
Qué cristalino.
Tenían mucha verdad las redes al principio,
con su idioma binario y sus fotos feas...
Lástima que se volvieran tan sociales.