lunes, 14 de febrero de 2011

La tristeza


La tristeza asedia la vida de uno sin pensar si es justa, si es siquiera necesaria esa conquista emocional. Y uno transige rápido, se deja, porque sentirse dominado por un humor tranquilo como es la tristeza es mucho más cómodo que la ferocidad de la ira o el estremecedor gemido del dolor.
La tristeza se vale de eso para convencernos y, pensando que su permanencia será breve, le ofrecemos casa y coche de empresa para que vague a sus anchas por nuestras venas, arterias y pequeños capilares sanguíneos.
Sin embargo, la tristeza se acomoda, se siente felizmente desdichada en los cuerpos. Se desparrama oronda, se derrama por cada poro abierto de la piel, se desliza brazos abajo haciéndonos sentir terriblemente pesados y se instala finalmente en la nuca, agarrando fuertemente ese lugar vetado a nuestros ojos.
Para entonces la batalla está perdida, Kamchatka ya no existe en el mapa. Nunca podremos volver a estar seguros de que, sigilosamente, la tristeza no sigue apretándonos el cuello, a punto de desencadenar un nuevo llanto, una nueva nube negra o un nuevo mal poema triste.